Te busca y te nombra

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“Mejor es un buen nombre que el buen perfume”. Escrita por Salomón en el Eclesiastés, la máxima invita a asentir incluso a quienes -como quien firma al pie- de Biblia poco y nada. En la pantanosa política vernácula de estos días -añadiré desde mi hereje  atrevimiento- mejor un buen nombre que un rimbombante apellido.

Hay en la cantera de quienes deciden por los otros -en este caso desde la política- antecedentes de fuertes liderazgos huérfanos de apellido. El ejemplo fácil lo ofrecen Cleopatra (aquella otra arquitecta egipcia) y Julio César, así como dinastías vaticanas pobladas de Leones, Píos y Juan Pablos, e Ivanes más o menos terribles.

Moda, signo de los tiempos, marketing electoral, ingeniería sociológica, nuestros líderes se muestran dispuestos a recuperar aquella mística mientras bajan la escalerita del palco, se mudan de la tele al tik tok y se infiltran entre la muchedumbre 3.0. Están finalmente entre nosotros y el tufo de ese oportunismo de poca monta torna difícil distinguir el halo de algún gran estadista, si lo hubiese.

El truco es mostrarse próximos, amigos, casi de la familia. Podrías comprarles un auto usado. Podrían apadrinar a tus hijos. Tanto nos identificamos que los llamamos por su nombre, el de pila. Ya no son San Martín, Yrigoyen, Perón, Stalin, Kennedy; ni siquiera Alfonsín, Menem De la Rúa, Duhalde, apellidos que supieron marcar una distancia reverencial.

El siglo veintiuno es de Néstores, Cristinas, Mauricios, Áxeles, Horacios, Patricias… e incluso, en nuestra patria chica, de Julios (para todos los gustos), Marios o Fabianes; confiables compadres, o primos lejanos a los que recurrir ilusos cuando la suerte es esquiva.

Así como inspirada en la citada antigüedad imperial, la tendencia se alimenta también del vetusto siglo veinte y de usos y costumbres de otros arrabales, por caso los del arte, el deporte o la farándula.

Caigo en la cuenta, sin mucho esfuerzo, de la poderosa estela que dejaron en las luminarias Mirtha y Susana, pioneras en el Olimpo del nombrismo. También hay Moria, la ‘uan’, y hay Luca, nunca Lucas. Y sobre todo, está Diego, que además es ‘el’ Diego. Como ven… para todos los gustos.

La política va por escalera mientras viajando en ascensor los ídolos recientes ya ni nombre necesitan. Ahí van por ejemplo ‘Lali’, ‘Tini’, ‘Trueno’ (el que no es un evento meteorológico) o ‘Wos’. Nada de lo que asombrarse en un mundo en el que X es una red social.

Pero en nuestro líquido milenio de curiosas novedades, parecen ahora soplar otros vientos. Y quien dice vientos, arriesga ventarrón, tornado o huracán. Para esta instancia refundacional votamos un Presidente que nunca será Javier, ni Gerardo, ni Javier Gerardo. Dejemos eso al pasado, para evocar con cariño a Portales, o recordar alguna proyección del ‘Pupi’ Zanetti por su lateral. Gerardo será para siempre Sofovich, o a lo sumo Romano, o tal vez Martino, disfrazado de ‘Tata’.

El mandatario es ahora Milei. A secas, con desapego. Los apellidos, noto ahora, imponen distancia: se usan para el ajeno, el extraño. Kirchner nunca fue Néstor para los antikirchneristas, ni Macri fue Mauricio para sus detractores. Llaman por apellido los médicos en la sala de espera y los profesores que se frotan las manos para bocharte. De apellidos, como de números, se pueblan las tablas de Excel en las funerarias.

Por algo, Putin no es Vladimir a secas y Trump no es simplemente Donald. Donald, en todo caso, seguirá siendo el afable pato de la granja de nuestras infancias. A lo sumo, el cantante: sucundún sucundún…

No falta quien comienza a extrañar los días recientes en los que tuteábamos a los que mandan. El síndrome de Estocolmo sopla un ‘te quiero’ al oído. ¿Quién no tejió una ilusión al abrigo de una palmada cínica o el guiño amistoso de líderes íntimos que consiguieron que los llamáramos por su nombre?

A esta altura y en el juego del quién es quién, yo ya no sé qué pensar. Como que me llamo… a silencio.

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